Cuento de Micael para 4to y 5to grado

Fiesta de Micael en familia para el segundo ciclo: cuarto y quinto grado 

Carta para los adultos:

Queridas familias de La Lumbrera,



Las siguientes palabras están dedicadas a ustedes y tienen la intención de compartirles, a través de imágenes, la época de Micael que vive en nuestras almas y en el mundo, en esta época. Como sabemos, la fiesta de Micael no es solo un día, sino que la vivencia se hace en una época (varias semanas). Por eso les hago llegar este texto que propone y motiva una celebración interna, íntima y profunda, en casa.


Antes de leer el cuento les comparto unas palabras introductorias. Luego pueden compartir el cuento en familia y tomarse una o dos semanas para esta vivencia. Por último hay unas propuestas donde se comparten ideas para desafiarnos y compartir una celebración Micaélica desde el interior de casa. Estos desafíos pueden hacerlos uno por día y tomarse todo el tiempo que necesiten para transitarlos de manera significativa e inolvidable.


Palabras introductorias:


1- Lo ideal es que lean ustedes el cuento primero para internalizar las imágenes antes de transmitirlas a los niños. Si alguno se anima a narrar el cuento con sus palabras ¡Qué profundo cala esto en los niños!


2- En un ambiente íntimo, calmo y silencioso. Pueden prender una velita y buscar la paz interior. Se pueden cantar las canciones de la fiesta de Micael para entrar en clima. Luego los niños escuchan el cuento.


Hablar lento, pausado. Tomense el tiempo de hacer silencios, modular, sumergirse en cada imágen, sin cargarla con el propio sentir, pronunciar


todas las letras de cada palabra y “saborear” cada una de ellas. Pueden contar un capítulo por día.





3- El cuento, para que llegue a vivir en las almas de cada niño y niña, se recomienda que sea narrado tres veces completas.





Cuento para tiempos de Micael 



por Micaela Klein 


Hace muchos años, vivía en un pueblito una niña. Emilia se llamaba. Vivía en una granja junto a su mamá, a su papá y su hermana Helena. A ella le gustaba caminar por las colinas, juntar hojas y piedras preciosas, las cuales guardaba en una bolsa que le había hecho su mamá. Eran sus tesoros.

Cuando su papá le decía “cuidado con el arroyo” o “ten cuidado con las piedras que tienen musgo”, ella respondía: “Sí, padre, tendré mucho cuidado”.

Para tener cuidado y vencer sus miedos, se entrenaba en los lugares que le había dicho su padre. Una de sus metas era poder cruzar el arroyo que pasaba por su casa, el cual era muy ancho y correntoso. Las rocas con musgo eran patinosas y debía pisar con mucho cuidado para no resbalarse. La corriente de agua amenazaba llevarla pero Emilia con sumo cuidado, haciendo equilibrio y venciendo el temor, de a poco fue logrando avanzar. Cada día festejaba al llegar a una roca que se encontraba más lejos. Y después de mucho esfuerzo, un día logró pasar del otro lado. ¡Qué felicidad! Y qué gran logro.

Otra de sus aventuras consistía en nadar y vencer las aguas de aquel arroyo feroz. “Para vencer el miedo tengo que nadar, animarme a saltar en las aguas” se decía. Y así lo hacía, esta niña valiente. Se entrenaba para vencer el miedo. También se trepaba a los árboles más altos y se quedaba allí sentada, en las ramas más finitas, mirando todo desde las alturas. Andaba en caballo a toda velocidad e iba en busca de animales grandes para aprender a no tener miedo.

El día de su cumpeaños recibió 3 regalos especiales. Su padre le regaló un libro antiguo, lo había hecho su bisabuela. Sus hojas estaban amarillentas y tenía ese perfume peculiar del tiempo. Pero su interior esperaba ansioso ser escrito y dibujado. Su madre le regaló una semilla, una semilla que había sido encontrada en lo alto del cerro, el día de navidad. Y su hermanita pequeña, Helena, le regaló 2 ramitas.

-Este libro -le explicó su padre- es para que escribas tus sueños, tus deseos profundos del corazón, tus pensamientos.

-Esta semilla –le dijo su madre- la plantaremos en el jardín. Cuando florezca estarás preparada para comenzar una gran aventura.

-Y estas ramitas –agregó Helena tiernamente- las encontré en el jardín, al lado del riachuelo y son muy hermosas. Tan lindas como tú.

Emilia tomó los tres regalos e inmediatamente fue con su madre a sembrar la semilla. Eligieron un lugar donde llegara el sol, donde el agua de la lluvia la pudiera regar y donde el viento pudiera abrazarla con sus ventiscas.

El libro lo guardó junto a su cama y las dos ramitas las guardó debajo de su almohada.

Esa noche se durmió pensando en los tres regalos y en sus misterios ocultos. Emilia tenía muchas preguntas. Rezole a su ángel pidiendo protección y se durmió profundamente.

Esa noche tuvo un sueño.

A la mañana siguiente se despertó y escribió en su libro:

“Yo tenía en la mano un vaso. Adentro había un líquido feo, con mucho olor y salía vapor...era veneno. De repente, el vapor tenía formas. Formas feas de gente enojada, banquetes excesivos, poder, miedo, ambición, egoísmo...”

Emilia se quedó pensando en su sueño. Pensó. Y luego guardó su cuaderno.

Unos días más tarde se acercó a su padre y le preguntó:

-¿Por qué a la gente grande le gusta el veneno?

Su padre no entendía. Y al escuchar el silencio, Emilia siguió:

-A la gente grande le gusta ser poderosa, tener muchas cosas. Se enojan cuando algo no se hace como ellos quieren...

Su padre seguía en silencio pero en su rostro asomaba una sonrisa. Allí se quedaron, sentados, entendiéndose con la mirada. Esa mirada que conecta almas, esa mirada pura de seres que se reencontraron luego de miles de años. Esa mirada inmersa en amor de padre a hija.

-Gracias -dijo finalmente el padre- ahora entiendo.

Días más tarde, Emilia tuvo otro sueño. Por la mañana se despertó y anotó en su libro:

“Había dos caminos. Uno estaba lleno de rosas rojas, el otro tenía rosas blancas. No sabía cuál elegir. Me senté y pensé. De repente estaba volando sobre una casa, y ví unos niños que jugaban allí. Me ví que salía por la puerta de la casa y jugaba con esos niños... pero yo era grande, era su mamá. De repente, estaba en otro lado. Lejos. Sola. Estaba enferma y triste. Cuando volví a ver los dos caminos tenía miedo. Mucho miedo”.

Emilia terminó de escribir y pensó. Mucho pensó aquél día y luego guardó su libro.

Unos días más tarde le contó a su mamá el sueño:

-¿Por qué existe el miedo?

La madre la miró con esa mirada que solo una madre sabe regalar. Tomó a Emilia en sus brazos y le contó:

-El miedo crece cuando no aceptamos la incertidumbre. Si aceptamos la incertidumbre se convierte en aventura.

Silencio. Gratitud. Paz interior compartieron estas dos viejas almas unidas.

Elena jugaba en el bosque. Tenía en sus manos dos ramitas parecidas a las que le había regalado a su hermana para su cumpleaños. Emilia, silenciosa, se acercó y la miró. Su hermanita estaba construyendo algo con mucho cuidado. Entre las dos ramitas apareció algo que dejó a Emilia pasmada. Helena había hecho una balanza: había enterrado una en el suelo y buscaba el equilibrio justo con la otra para que la ramita de arriba no se cayera. Sin palabras pero con muchas preguntas, Emilia se marchó y esa noche soñó:

En su mano apretaba con fuerza el regalo de Helena. Caminaba por el pueblo y vió a un ser muy enojado. La balanza que llevaba en su mano comenzó a pesar, era tan pesada que apenas la podía sostener. ́Control. Aceptación. Tolerancia ́ escucho como un susurro y la balanza ya no pesaba.

Emilia vió una mujer y leyó en sus ojos su sentir. ́Envidia ́escribió luego en su cuaderno. La balanza de su mano pesaba enormemente, y escuchó el susurro que le decía:

́Acepta la bienaventuranza del otro e inspírate ́.

Emilia tuvo un tercer encuentro esa noche. Allí estaba otro hombre, solo, sumido en sus pensamientos. Emilia sintió esa gran angustia y odio que el hombre llevaba dentro. La balanza pesaba en su mano. El susurro díjole al oído:

́Acepta incondicionalmente, aprende a amar ́.

Emilia se acercó y le regaló su balanza que estaba liviana. El hombre se incorporó, sonrió y tomó la balanza.




Emilia despertó de aquél sueño con una idea. Quería conocer a aquellas personas. Quería salir de viaje, sola.

Tomó su libro, sus dos palitos sagrados y se despidió de su familia. La madre la abrazó y, antes de decirle “adiós”, la llevó a un lugar especial. Detrás de la casa yacía un rosal con una rosa roja. Emilia entendió que aquél rosal había

nacido de la semilla que habían sembrado juntas y se sintió lista para marchar. Era el momento. 



El carpintero

Emilia llegó a la casa del carpintero. Él la esperaba en la puerta. Pascual, el carpintero, era un hombre corpulento y de baja estatura. Su cabello castaño tenía luces blancas que le daban un aire de experiencia y saber.

Pascual la invitó a pasar. Su casa era una obra de arte: toda hecha en madera, se sentía un aroma a tilo y a cedro. La mesa de la cocina estaba tallada y apoyada en una sola pata central pequeña. Las sillas y bancos colgaban de las paredes o se sostenían unos a otros. Daba la sensación de que todo estaba en un armonioso equilibrio.

Don Pascual mostrole a Emilia su habitación y la dejó descansar en paz.

Al día siguiente, Emilia se despertó temprano y Pascual la invitó a conocer el taller. Éste quedaba del otro lado del jardín y para llegar había que atravesar todo tipo de pasadizos. Al salir de la casa, había un jardín con flores. Entre las flores había un camino con troncos y debajo de los troncos había un estanque. Emilia saltaba de un tronco al otro con sumo equilibrio y precisión. El estanque desembocaba en un río donde había un puente alto, altísimo. No tenía baranda y era tan fino que solo entraba el ancho de un pie. Don Pascual pasaba velozmente y con tanta elegancia que Emilia lo admiró.

Su taller era otra maravilla. Allí había maderas de todos los árboles, anchas, finitas, con formas extravagantes. Y en el centro del taller, colgada del techo y en un místico altar, se encontraba la obra de arte más bella que Emilia haya visto en su vida: una espada. Una espada tallada donde se divisaban dos fuerzas: desde arriba descendía la forma clara y luminosa de un arcángel; y desde abajo se contraponían las oscuras curvas avasalladoras de un temible dragón. Estaba tan hermosamente tallada, que con unas simples líneas se podía entrar en las fuerzas cósmicas que allí habitaban. Emilia quedó absorta. Silencio. Admiración. Esperanza y decisión llenaron su alma.

- Quiero hacer una espada como está -dijo sin dudar, poseída por una fuerza interna que parecía ser más fuerte que ella. Una fuerza que nacía en su ser y llegaba hasta el universo. Un deseo universal-.

Don Pascual sonrió mientras la miraba.

- A eso has venido -se limitó a decir.

Y los envolvió un silencio lleno de luz, lleno de sentido, lleno de amor.

Emilia vivió muchos años en aquél lugar, y Don Pascual le enseñó su arte. El día de su cumpleaños, Don Pascual le hizo un regalo. Le vendó sus ojos con un pañuelo azul y le dijo:

-Ve al taller que allí te espera una sorpresa.

Emilia, que durante tantos años había hecho ese recorrido, percibió un nuevo desafío. Afinó su oído y su olfato. Se conectó con la nueva sensación. Decidida y con preguntas, comenzó a caminar. Sintió los troncos bajo sus pies, sintió el viento en su rostro, sintió que la vida le recorría cada rincón de su cuerpo. Y saltó. Amplitud. Regocijo. Alma colmada. Gratitud. Todo eso resumido en un salto. Y siguió saltando. Pasó por el puente y llegó al taller. Allí estaba Don Pascual quien le sacó el pañuelo. Emilia se preguntó cómo había llegado, si ella había salido antes, pero no dijo nada, pues delante de ella había un regalo tan bello, que las lágrimas brotaron de sus ojos. ¡Cuánta emoción! Se acercó despacio como si no quisiera que este regalo desapareciera o se convirtiera en luz. Delante de ella había un altar y en medio de piedras preciosas y flores silvestres se elevaba una espada tan bella que Emilia no podía creer que sus manos fuesen capaces de tanto. La tomó con cuidado y la abrazó fuerte.

-Ya estoy lista -anunció certera.

Pascual asintió tranquilo.

Al día siguiente, Emilia siguió su viaje.


La Posada

Luego de caminar durante todo el día, Emilia llegó a una posada. Le llamó la atención la entrada. Era un portal humilde e importante a la vez. Sus columnas imponían respeto y el arco que cruzaba de una a la otra era amplio, sagrado. Pasó por allí abajo guiada por una fuerza mayor, quería atravesar el umbral. Aún no sabía lo importante que sería ese paso en su vida.

Del otro lado se alzaba una casa grande, algo desgastada por los años. Tenía ventanas amplias y jardines cuidados. Emilia entró y se encontró con una mujer anciana que le preguntó amablemente:

-¿A quién vienes a visitar?

Emilia no entendía. ¿Dónde estaba? ¿Quién era aquella mujer? ¿Por qué había llegado allí?

Maia, la anciana mujer, vio su rostro perplejo y descifró su silencio.

-Aquí viven niños, adultos y ancianos. -le contó tranquila- Ellos viven en este lugar sus últimos días.

Una sensación extraña atravesó a Emilia. Preguntas llenaron su alma. Las palabras brotaron de su boca casi sin pensar.

-¿Puedo conocerlos?

-Sí -le dijo Maia, cariñosa- se pondrán muy contentos.

La anciana llevó a Emilia al primer piso de aquella gran casa. Allí estaban los cuartos de los niños. Mientras subían por la escalera de piedra, Maia le regaló las siguientes palabras, las cuales Emilia escribió luego en su libro:

-Un corazón compasivo puede sanar casi todo. El mejor servicio que un médico puede brindar a un enfermo es ser una persona atenta, cariñosa y sensible. 1

Emilia entró en el cuarto de los niños. Allí estaban ellos. Algunos tan pequeños que apenas se movían. Otros eran grandes y traviesos. Había niños dibujando, otros leyendo, otros jugando a las cartas. Emilia se acercó despacio y tomó un bebé en sus brazos. ¡Qué pequeño era! Pero qué alma sabia aquella que había decidido partir tan pronto. Emilia no tenía miedo. Se quedó con los niños durante muchas horas. Jugando, charlando, escuchando. Ese día aprendió el sentido de estar presente. Esos niños le enseñaron que la vida era eso: un instante, un puente, un lugar pasajero. Esa noche escribió:

“Quiero vivir de tal forma que al mirar atrás no lamente haber desperdiciado mi vida. Quiero vivir de tal forma que al mirar atrás no lamente las cosas he hecho, ni desee haber actuado de otra manera. Quiero vivir con sinceridad y plenamente. Quiero vivir.” 2

Esa noche durmió allí con los niños, con sus nuevos maestros.

Al día siguiente, Maia la llevó al segundo piso y mientras subían las escaleras le contó:

-El libre albedrío, la libertad, es el mayor regalo que recibimos al nacer en la tierra. Siempre debemos elegir lo que decimos, hacemos y pensamos. Y todas nuestras decisiones son importantes, cada una de ellas afecta a todo el mundo. 3

Aunque Emilia no entendía bien lo que estaba diciendo la anciana, le parecieron palabras muy importantes.

Allí en el segundo piso estaban los adultos. Emilia entró en la habitación y vio a hombres y mujeres en sus camas. Algunos leían, otros pintaban y algunos simplemente dormían. Emilia se acercó. Su corazón se sentía tan vivo y fresco como nunca. Quería escuchar, conocer, saber más de la vida de cada uno de ellos. ¿Quiénes eran? ¿Cómo estaban? ¿qué sentían? Se sentó en la cama de una mujer y tomó su mano. Estaba fría. Se acercó un poquito más y la mujer le apretó fuerte la mano. Estaba agradecida.

-¿Cómo es tu nombre? -preguntó Emilia.

-Clara.

No podría haber sido otro su nombre. Éste reflejaba todo su ser. Era clara y bella como un ángel.

-¿Por qué estás aquí? -le preguntó

- Cuando hemos acabado nuestros aprendizajes en la tierra, se nos permite irnos. Se nos permite desprendernos del cuerpo que aprisiona nuestra alma, al igual que un capullo abraza a la futura mariposa. Y cuando es el momento justo, podemos abandonarlo. Entonces seremos libres de dolores, de temores y de preocupaciones. Seremos tan libres como una hermosa mariposa que vuela a su casa, a Dios, que es un lugar donde jamás estaremos solos, donde continuaremos creciendo espiritualmente, cantando y bailando. Donde estamos rodeados de nuestros seres queridos y rodeados por un amor tan grande que es imposible de imaginar. 4

Emilia la escuchaba con lágrimas en los ojos. Esa noche escribió en su libro:

“Lo que hacemos hoy, depende de lo que hicimos ayer. Y nuestro mañana depende de hoy. ¿Te has amado como Clara se ama a sí misma? ¿Has admirado y agradecido a las flores, apreciado los pájaros y contemplado las montañas, invadida por su sentimiento de reverencia y respeto?” 5




Esa noche Emilia durmió con Clara, tomada de su mano. Y esa noche, con una sonrisa, Clara hizo honor a su nombre y a su hermosura: se convirtió en un ángel.

Al día siguiente, Maia la llevó al tercer piso. Allí vivían los ancianos. Mientras subían las escaleras, Maia le habló:

-En el interior de cada uno de nosotros hay una capacidad inimaginable para la bondad, para dar sin buscar recompensa, para escuchar sin hacer juicios, para amar sin condiciones. 6

Allí se encontró Emilia con los ancianos y ancianas. Ellos estaban con una expresión diferente en sus rostros. Estaban en paz. Serenos. En armonía. Emilia se acercó a un viejito que estaba sentado junto a la ventana. Él no se movió. Estaba absorto en la contemplación. Ni siquiera se dio cuenta cuando Emilia se sentó a su lado. Él miraba. Tenía en sus ojos la chispa de quien ve más allá. El mirar de quien ha amado y ha vivido lo suficiente. De pronto, sin quitar la vista de la ventana, tomó la mano de la niña y sintió su corazón. Luego de un silencio, Ismael habló:

-No tengas miedo. En lugar de tener miedo, conócete a tí misma, y considera la vida un desafío en el cual las decisiones más difíciles, son las que más nos exigen, las que nos harán actuar con rectitud y nos darán las fuerzas y el conocimiento. El mejor regalo que nos ha dado Dios es el libre albedrío, la libertad. Las casualidades no existen. Todo lo que nos ocurre en la vida, ocurre por un motivo positivo. Si cubriésemos los desfiladeros para protegerlos de lo vendavales, jamás veríamos la belleza de sus formas. 7

Emilia sintió que en esos tres días había aprendido más cosas que en toda su vida. Esa noche durmió con Ismael. Al día siguiente iba a partir. Pero antes le quedaba aún un tesoro por descubrir. Ismael le había escrito una carta y esas serían sus últimas palabras.




“Querida Emilia:

Te dejo unas mis palabras a modo de agradecimiento:

Aprendamos todos a amarnos y a perdonarnos, a tener compasión y comprensión con nosotros mismos. Entonces seremos capaces de regalar eso a los demás. Sanando a una persona, podemos sanar a la madre tierra. 8

Gracias por tu visita. Algún día nos reencontraremos.

Con cariño,

Ismael.”



El laberinto

Emilia caminó rebosante. Era casi de noche cuando se sentó sobre una roca para ver el atardecer. Esos colores rosas, morados y rojos, le susurraron al oído: Ismael y Clara atardeciendo en su vida en la tierra y amanecieron en el cielo. Sonrió y respiró profundo. Paz. Sólo paz. Esa noche durmió bajo las estrellas abrazando su querido libro, sus dos palitos y la espada que había hecho. Imaginó la rosa roja y se sintió realizada.

Por la mañana se levantó temprano y se puso en marcha. Al poco tiempo de caminar, el camino se bifurcó. Debía tomar una decisión. De pronto se acordó de su sueño, aquél que tuvo en la casa de sus padres. Estaba ante una decisión importante, lo sabía. Los dos palitos que apretaba fuerte en su mano parecieron cobrar vida ¿Qué secreto escondían? ¿Qué el había regalado su hermana? Una balanza, recordó. Un misterio, el equilibrio. ¿Qué significa estar en equilibrio? Recordó el palito en la tierra que Helena había enterrado, y el otro que lo hacía bailar en su extremo, buscando un continuo equilibrio. Emilia se sintió con los pies plantados en la tierra, como si tuviesen raíz. Y entendió que debía decidir. Firmeza, se dijo. Decisión. El bien y el mal ¿Cuál es el centro? Y allí estaba ella, presente, decidiendo lo que ya había decidido. Antes de seguir, escribió en su libro:

“A partir de ahora solamente haré aquello que me guía el corazón. Podré ser pobre y pasar hambre, pero voy a vivir plenamente y al final de mis días voy a bendecir mi vida porque he hecho lo que vine a hacer.” 9

Guiada por su corazón, tomó el camino de la izquierda. El sendero era estrecho. Había árboles tan grandes que no se llegaban a ver sus copas, árboles frondosos, esbeltos e imponentes. El follaje cubría el cielo. No había rayo de sol tan potente para poder atravesar tremendo ejército de ramas y hojas. A pesar de ser entrada la mañana, el clima era ceniciento, brumoso, espeso y siniestro. De pronto, Emilia se encontró en el seno de un tenebroso bosque. La oscuridad era completa. No había rastro humano, pero se escuchaban unos ruidos estremecedores ¿Serán animales? ¿Bestias? ¿Seres malvados? Era tal la oscuridad que la noche más oscura del año no podía competir con lo que allí reinaba. Emilia apretó la espada junto a su corazón. De pronto sus pies se enterraron en un pantano. El agua y el barro le llegaban hasta su cintura ¡No podía caminar!

Gritó. Pero nada.

Silencio.

Soledad.

Nada.

Quiso llorar, volver a su casa, abrazar a sus padres, pero allí estaba ella, sola ¿Sola? Pensó en su maestro, Don Pascual, y en todo lo que había aprendido en su niñez ¡No estaba sola! En ese momento, sintió una fuerza inmensa como si fuera un rayo de luz que la animaba y abrazaba.

-No estoy sola- dijo en voz alta- No estoy sola- repitió.


Y entonces, con la ayuda de su espada, sacó un pie del pantano. Dio un paso, luego otro y otro más. A medida que caminaba, esa fuerza nueva se apoderaba de su ser. Valentía quizás. Confianza. Libertad. Emilia salió del pantano con el alma llena, rebosante, pues lo había logrado. Sola, pero acompañada. Sí, estaba acompañada. Dio unos tres pasos y se chocó con un gran tronco. Con las manos palpó y percibió que era hueco. ¡Un túnel! Agachada pasó por el corazón de aquél árbol, sintiendo los miles de años que allí vivieron. Pasó por el corazón de un árbol milenario, ni más ni menos. Cuando salió se sintió acompañada, no solo por fuerza y valentía, sino que también por todos los antepasados que vivieron en nuestra tierra. Todos ellos, los seres y las plantas, lo árboles, la naturaleza en su más pura esencia. Allí estaban con ella, siendo parte de su ser. Caminó. Acompañada y valiente, caminó.

El aire llegaba a su piel con los más extraños aromas. Sonidos, gemidos, aullidos. Sensaciones que estremecían su cuerpo y erizaban su piel. Pero allí estaba ella sola, valiente y acompañada. Sus pies tropezaban con todo tipo de piedras y ramas, troncos, rocas gigantes, caminos sinuosos. De pronto, entre bramidos ensordecedores, en medio de la oscuridad sintió una presencia monstruosa. Un horrible dragón apareció entre la niebla. Tenía los ojos encendidos, las garras filosas y de sus fauces salía un fuego abrumador. Emilia tomó su espada, valiente, acompañada. El dragón se retorcía en figuras horrendas, diabólicas. Sin pensarlo dos veces la niña avanzó y enfrentó a la bestia. Ésta se encolerizó y comenzó a chillar y a despedir fuego. Emilia, quieta, lo esperó. Espada en mano. Corazón valiente. Esperó. El dragón, sumido en una furia ensordecedora cayó sobre ella, quien, espada en mano y corazón valiente, no se movió. El dragón cayó sobre la espada que miraba al cielo, poderosa, con una luz infinita. La bestia atravesó su corazón con aquella firmeza. Cayó al suelo sin fuerza y no se volvió a mover.

Espada en su pecho.

Blanza en la mano.

Libro junto a su ser.

Emilia caminaba. Siempre caminaba. Y llegó, llegó a su hogar. Encontró nuevamente la luz y llegó, volvió. Espléndida estaba Emilia, renovada. Era otra persona en su mismo cuerpo. Había cambiado y seguía siendo la misma de siempre. Lo había logrado.





Fin. 


1 Inspirado en el libro “La rueda de la vida” de Elisabeth Kubler-Ross.
2 Idem
3 Idem
4 Idem
5 Idem
6 Idem
7 Idem
8 Idem
9 Idem


1 comentario:

Diego Scott dijo...

Mica maravilloso. escrito para estos tiempos. Valeria, mamá de Amanda, Emilio y Clemen.

La esperanza de la Primavera