Cuentos

EL CORAZÓN DEL INVIERNO

 

de Anahí Verónica Crivelli

 

El sol jugaba a tocar las hojas del otoño con sus rayos.  En el bosque,  muchos árboles ya habían regalado las suyas al viento y un gran colchón dorado daba calor a la Tierra.

Como se acercaba el invierno,  los animales preparaban allí sus camas calentitas.

 

Un día,  de los últimos del otoño,  paseaba por el bosque un niño muy abrigado con su gorro y su ponchito.

Juntaba tesoros que le regalaba la naturaleza…

Hojas doradas,  hojas marrones,  algunas rojizas  y hermosas semillas.

 

Casi sin darse cuenta,  llegó muy adentro del bosque.

Todo allí parecía como un sueño…  el movimiento del viento,  la lluvia de las hojas,  los pájaros cantando suave y el aire que cada vez se sentía más fresco.

 

De pronto,  escuchó algo que nunca antes había sentido en el bosque.

¡ Una música!  Pero no era el canto de un ave,  tampoco el susurro del viento.  Con curiosidad camino hasta llegar más cerca de ese misterioso sonido,  y a su paso descubrió un gran árbol.

 

¨¿Será el corazón del bosque?¨ se preguntó.

Quiso investigar y se adentró más y más.

 

De la profundidad brotaba el sonido,  y una luz dorada brillaba en la oscuridad de aquel mágico lugar.

Hasta que llegó a la raíz del árbol.  Se agachó y pudo ver,  por una grieta de la vieja madera,  algo maravilloso.

Allí escondido había un nuevo tesoro.

Ahora la música sonaba más fuerte.

 

 

Pik pik pik       Pak pak pak

 

Tik tik      Tak tak

 

¡Eran los enanitos trabajando con herramientas diminutas!

Todo era brillo de colores,  cristales,  oro  y piedras preciosas.

 

Los enanos usaban baldes,  escaleras,  picos y palas.

algunos alumbraban con sus farolitos,

otros limpiaban las raíces y otros transportaban bellotas.

¡Todo se veía tan pequeño!

 

Entre laberintos escondidos brotaban los sonidos.

 

Tan encantado estaba el niño que no se dio cuenta de que él también era observado.  Era el rey de los enanos que lo descubrió mirando.

 

- Hola, niño de buen corazón-  le dijo amablemente-.  miraste muy adentro y el sol te regaló este mundo escondido para que lo cuides con valor.

 

El niño se asombró al escuchar la voz tan serena y profunda del rey de los enanos.

 

-Cuida junto con nosotros el bosque. ¡Se nuestro amigo!  Y si quieres vuelve mañana y trae tu farolito-   le dijo.

 

Cuando el niño llegó a casa,  contó a su familia lo que había descubierto.  Y juntos buscaron cañas,  papel y una vela para construir un hermoso farolito.

 

Esa noche hizo mucho frío. Y el invierno lo abrazó con la luz de las estrellas que brillaban con toda su fuerza.

 

El niño,  mirando el cielo, recordó la luz de los cristales que eran como esas estrellas en el interior de aquel árbol.

 

Y se quedó dormido entre sueños dorados y plateados que la luna acunó.

 

Así fue que,  todos los días al levantarse,  caminaba hasta la cueva de los enanos donde aprendió miles de secretos.

 

Secretos de los cristales,  que guardan el frío invierno,  y secretos de su farol que protege el calor en su interior.

 

Con el correr de los días,  el rey de los enanos contó al niño el gran secreto…

 

Guarda estos tesoros que son la vida en nuestro interior.  Y recuerda nuestra música que también es la de tu corazón.

 

El niño creció y se convirtió en el guardián de la vida del bosque. Fue un hombre sabio y con sus manos, buenos frutos cosechó.

FIN

 

 



El pescador y su mujer

Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo, y le echaba y le echaba sin cesar.

Estaba un día sentado junto a su caña en la ribera del mar, con la vista dirigida hacia su límpida agua, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo. Al sacarlo tenía en la punta un barbo (un tipo de pez, como una carpa) muy grande, el cual le dijo: 
-Te suplico que no me quites la vida; no soy un barbo verdadero, soy un príncipe encantado; ¿de qué te serviría matarme si no puedo serte de mucho regalo? Échame al agua y déjame nadar.

-Ciertamente, le dijo el pescador, no tenías necesidad de hablar tanto, pues no haré tampoco otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un barbo que sabe hablar.
Le echó al agua y el barbo se sumergió en el fondo, dejando tras sí una larga huella de sangre.

El pescador se fue a la choza con su mujer: -Marido mío, le dijo, ¿no has pescado nada hoy?

-No, contestó el marido; he pescado un barbo que me ha dicho ser un príncipe encantado y lo he dejado nadar como antes.

-¿No le has pedido nada para ti? -replicó la mujer.

-No, repuso el marido; ¿y qué había de pedirle?

-¡Ah! -respondió la mujer; es tan triste, es tan triste vivir siempre en una choza tan sucia e infecta como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para nosotros; vuelve y llama al barbo, dile que quisiéramos tener una casa pequeñita, pues nos la dará de seguro.

-¡Ah! -dijo el marido, ¿y por qué he de volver?

-¿No le has pescar, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Pues lo harás; ve corriendo.
El marido no hacía mucho caso; sin embargo, fue a la orilla del mar, y cuando llegó allí, la vio toda amarilla y toda verde, se acercó al agua y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.

El barbo avanzó hacia él y le dijo:
 -¿Qué quieres?

-¡Ah! -repuso el hombre, hace poco que te he pescado; mi mujer sostiene que hubiera debido pedirte algo. No está contenta con vivir en una choza de juncos, quisiera mejor una casa de madera.

-Puedes volver, le dijo el barbo, pues ya la tiene.

Volvió el marido y su mujer no estaba ya en la choza, pero en su lugar había una casa pequeña, y su mujer estaba a la puerta sentada en un banco. Le agarró de la mano y le dijo: -Entra y mira: esto es mucho mejor.

Entraron los dos y hallaron dentro de la casa una bonita sala y una alcoba donde estaba su lecho, un comedor y una cocina con su espetera (lugar para colgar las cosas, como una alacena) de cobre y estaño muy reluciente, y todos los demás utensilios completos. Detrás había un patio pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas.
 -¿Ves, le dijo la mujer, qué bonito es esto?

-Sí, la dijo el marido; si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.

-Veremos lo que nos conviene, replicó la mujer.

Después comieron y se acostaron.

Continuaron así durante ocho o quince días, pero al fin dijo la mujer: -¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan pequeños!... El barbo hubiera debido en realidad darnos una casa mucho más grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscar al barbo; es preciso que nos dé un palacio.

-¡Ah!, mujer, replicó el marido, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué nos serviría vivir en un palacio?

-Ve, dijo la mujer, el barbo puede muy bien hacerlo.

-No, mujer, replicó el marido, el barbo acaba de darnos esta casa, no quiero volver, temería importunarle.

-Ve, insistió la mujer, puede hacerlo y lo hará con mucho gusto; ve, te digo.

El marido sentía en el alma dar este paso, y no tenía mucha prisa, pues se decía: -No me parece bien, -pero obedeció sin embargo.

Cuando llegó cerca del mar, el agua tenía un color de violeta y azul oscuro, pareciendo próxima a hincharse; no estaba verde y amarilla como la vez primera; sin embargo, reinaba la más completa calma. El pescador se acercó y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.

-¿Qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

-¡Ah! -contestó el marido medio turbado, quiere habitar un palacio grande de piedra.

-Vete, replicó el barbo, la encontrarás a la puerta.

Marchó el marido, creyendo volver a su morada; pero cuando se acercaba a ella, vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las gradas, iba a entrar dentro; le cogió de la mano y le dijo: -Entra conmigo. -La siguió. Tenía el palacio un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; numerosos criados abrían las puertas con grande estrépito delante de sí; las paredes resplandecían con los dorados y estaban cubiertas de hermosas colgaduras; las sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; veíanse suspendidas de los techos millares de arañas de cristales, las mesas estaban cargadas de los vinos y manjares más exquisitos, hasta el punto que parecía iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches; había además un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más hermosas y de árboles frutales, y por último, un parque de por lo menos una legua de largo, donde se veían ciervos, gamos (ciervo mediterráneo con cuernos), liebres y todo cuanto se pudiera apetecer.

-¿No es muy hermoso todo esto? -dijo la mujer.

-¡Oh!, ¡sí! -repuso el marido; quedémonos aquí y viviremos muy contentos.

-Ya reflexionaremos, dijo la mujer, durmamos primero; y nuestras gentes se acostaron.

A la mañana siguiente despertó la mujer siendo ya muy de día y vio desde su cama la hermosa campiña que se ofrecía a su vista; el marido se estiró al despertarse; diole ella con el codo y le dijo:

-Marido mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podíamos llegar a ser reyes de todo este país? Corre a buscar al barbo y seremos reyes.

-¡Ah!, mujer, repuso el marido, y por qué hemos de ser reyes, yo no tengo ganas de serlo.

-Pues si tú no quieres ser rey, replicó la mujer, yo quiero ser reina. Ve a buscar al barbo, yo quiero ser reina.

-¡Ah!, mujer, insistió el marido; ¿para qué quieres ser reina? Yo no quiero decirle eso.

-¿Y por qué no? -dijo la mujer; ve al instante; es preciso que yo sea reina.

El marido fue, pero estaba muy apesadumbrado de que su mujer quisiese ser reina. No me parece bien, no me parece bien en realidad, pensaba para sí. No quiero ir; y fue sin embargo.

Cuando se acercó al mar, estaba de un color gris, el agua subía a borbotones desde el fondo a la superficie y tenía un olor fétido; se adelantó y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece;
es preciso darla lo que se merece.

-¿Y qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

-¡Ah! -contestó el marido; quiere ser reina.

-Vuelve, que ya lo es, replicó el barbo.

Partió el marido, y cuando se acercaba al palacio, vio que se había hecho mucho mayor y tenía una torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta había guardias de centinela y una multitud de soldados con trompetas y timbales. Cuando entró en el edificio vio por todas partes mármol del más puro, enriquecido con oro, tapices de terciopelo y grandes cofres de oro macizo. Le abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes; llevaba en la cabeza una gran corona de oro, tenía en la mano un cetro de oro puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban colocadas en una doble fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una la llevaba la cabeza a la otra. Se adelantó y dijo:

-¡Ah, mujer!, ¿ya eres reina?

-Sí, le contestó, ya soy reina.

Se colocó delante de ella y la miró, y en cuanto la hubo contemplado por un instante, dijo:

-¡Ah, mujer!, ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que desear.

-De ningún modo, marido mío, le contestó muy agitada; hace mucho tiempo que soy reina, quiero ser mucho más. Ve a buscar al barbo y dile que ya soy reina, pero que necesito ser emperatriz.

-¡Ah, mujer! -replicó el marido, yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo a decirle eso.

-¡Yo soy reina, dijo la mujer, y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.

Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decía a sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo se cansará.

Pensando esto vio que el agua estaba negra y hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.

-¿Y qué quiere? -dijo el barbo.

-¡Ah, barbo! -le contestó; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz.

-Vuelve, dijo el barbo; lo es desde este instante.

Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado, enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.

Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido avanzó por en medio de ellos, y la dijo:

-Mujer, ya eres emperatriz.

-Sí, le contestó, ya soy emperatriz.

Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía al sol. En cuanto la hubo contemplado así un momento:

-¡Ah, mujer, la dijo, qué buena cosa es ser emperatriz!

Pero permanecía tiesa, muy tiesa y no decía palabra.

Al fin exclamó el marido:

-¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?

-Veamos, contestó la mujer.

Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba contenta; la ambición la impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.

El marido durmió profundamente; había andado todo el día, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontrando nada por qué decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del sol...

-¡Ah! -pensó; ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna? Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al barbo; quiero ser semejante a Dios!
El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó:

-¡Ah, mujer! ¿Qué dices?

-Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de tranquilidad, pues estaré siempre pensando en que no los puedo mandar salir.

Y al decir esto le miró con un ceño tan horrible, que sintió bañarse todo su cuerpo de un sudor frío.

-Ve al instante, quiero ser semejante a Dios.

-¡Ah, mujer! -dijo el marido arrojándose a sus pies; el barbo no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico, conténtate con ser emperatriz.

Entonces echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando:

-No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante.

El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato.

Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo estaba negro como la pez; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de espuma. Púsose a gritar, pues apenas podía oírse él mismo sus propias palabras:

Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.

-¿Qué quieres tú, amigo? -dijo el barbo.

-¡Ah, contestó, quiere ser semejante a Dios!

-Vuelve y la encontrarás en la choza.
Y a estas horas viven allí todavía.


Fin









Una luz en mis manos. 


Texto: Mariana Lunda 



En una hermosa casita de un pueblo montañés vivía una niña. El jardín de la casa era pequeño y la abuela lo cuidaba con esmero. A la niña le gustaba ayudarla siempre que podía. Mientras removían la tierra y regaban las flores, la anciana le contaba historias y secretos. Una tarde de invierno se entretuvieron largo rato trasplantando rosales. Cuando se tomaron un descanso estaba anocheciendo, y las primeras estrellas brillaban en el cielo. 

                  -Cada uno de nosotros tiene una estrella en el cielo que lo protege -dijo la abuela mirando hacia arriba-. Tú tam- bién tienes la tuya y te une a ella un hilo dorado. No lo puedes ver despierta, pero en tu sueño, subes por él para renovar tus fuerzas y regresas antes de despertar con nuevo impulso. 

La niña escuchaba maravillada.

                -¿Y cómo puedo saber que eso sucede? -preguntó. 
                -Te voy a contar un gran secreto -dijo la abuela-. Cuando un niño hace el bien con sus manos y realiza acciones bellas en la Tierra, su estrella suele hacerle un regalo. Un día descubrirá que en las palmas de sus manos se ha albergado la luz de la estrella. 

La niña escuchó con atención a su abuela y desde ese atardecer se quedó esperando ese maravilloso regalo. Y sucedió una noche, la más oscura del año. La niña se acostó y descubrió que de sus manos salía un haz de luz, tenue y cálido. En ese momento entró su abuela en el cuarto y tomó la mano de la niña entre las suyas que también brillaban. 
 
                -Espérame aquí -le dijo, y saliendo un momento volvió con un hermoso farolito encendido-. Este farolito me acompaña desde que tenía tu edad. Me lo regaló mi abuela el día que mis propias manos comenzaron a iluminarse. Ella me dijo que lo conservara hasta que otras manos tuvieran su propia luz. Así nunca dejará de brillar y alumbrar en la oscuridad. 

Cada noche de ese invierno, la niña durmió con su farol que permanecía encendido siempre, sin que nadie tuviera que ponerle ningún candil. Y durante el día, sus acciones crecían en bondad y en belleza. La ventana del dormitorio de la niña daba a la calle. Frente a su casa vivía un niño muy solitario y triste. Siempre se estaba lamentando y no quería jugar. Su madre trabajaba como costurera y estaba muy atareada. Al padre no se lo veía por allí. Cada vez que alguien lo invitaba a jugar el niño repetía:

               -No quiero, no puedo, no quiero ser feliz. Estoy triste y solo y nadie piensa en mí. 

Cerraba la puerta de su casa y se quedaba allí. Una noche, cuando la niña fue a admirar su farolito, se sorprendió al ver al niño que observaba desde su ventana con sus ojos muy abiertos. La niña se dio cuenta de que la luz del farol también lo iluminaba a él y tuvo la intención de acercarlo aún más. Pero en ese instante el niño se puso a llorar. Ella se miró las manos y vio que la luz que emanaba de ellas estaba temblorosa. Pensó en alejar el farol de la ventana, pero el niño lloraba cada vez más. 

                -Alguien piensa en ti -dijo la niña para sus adentros-, la luz de mi farol quiere alumbrarte -y salió a la calle para decírselo, mas el niño había corrido las cortinas de la ventana. 

La niña regresó triste a su casa y corrió también las cortinas.

                 -Será mejor así -pensó-; la luz de mi farol entristece a mi vecino. 

Y eso fue lo que intentó la noche siguiente, pero algo muy extraño sucedió. La luz del farol comenzó a titilar con fuerza cada vez mayor, iluminando la habitación en forma maravillosa. Las manos de la niña también alumbraban... Entonces descorrió las cortinas y abrió el ventanal. Allí estaba el niño y sus miradas se cruzaron. La niña salió de la habitación con el farolito entre sus manos y se dirigió a la calle. Alzó la luz en dirección al niño y cantó: 

               -Si quieres tú puedes ven ir a jugar. La luz de mis manos te quiere alumbrar. 

El niño no cerró la ventana, se quedó mirando y escuchando; y ya había muchas estrellas en el cielo cuando ambos se fueron a dormir. Pasaron los días. 
Un mediodía, mientras almorzaban, dijo la abuela:

               -¿Han observado algo nuevo en el vecindario? Hoy el niño de enfrente salió a jugar. Alguien lo invitó y lo escuché cantar: 
               -Sí, quiero. Yo puedo salir a jugar. Una luz hermosa me quiere alumbrar. 

Desde entonces la niña siempre dejaba descorridas las cortinas al atardecer. La luz se expandía más y más iluminando toda la cuadra. Y una noche, al acercarse a la ventana, la abuela y la niña se sorprendieron al ver que en la ventana del niño brillaba la luz de un pequeño farol. Con su carita iluminada, el niño sonreía. 

FIN 





La Bella Durmiente del Bosque


Vivían en tiempos remotos un Rey y una Reina que todos los días exclamaban:

  • ¡Ah, si tuviésemos un hijito! - pero nunca venía ninguno.


Cierto día en que la Reina se bañaba en el río, saltó una rana a la orilla y le dijo:


  • Se cumplirá tu deseo; antes de un año darás a luz a una hija.


Y sucedió como la rana pronosticara: la Reina tuvo una niña tan hermosa, que el Rey no cabía en sí de alegría y organizó una gran fiesta. Invitó a ella no sólo a sus participantes, amigos y conocidos, sino también a las hadas, con la esperanza de que se mostrasen generosas con su pequeña. Trece hadas había en el reino, y como el Soberano sólo tenía doce platos de oro para servirlas en el banquete, no hubo más remedio que dejar de invitar a una. Celebrose el banquete con todo esplendor, y al terminar, cada una de las hadas concedió un don a la niña recién nacida. Una le otorgó la virtud; la segunda, la belleza; la tercera, la riqueza; y así sucesivamente, dotándola de cuanto hay en el mundo de apetecible. Cuando ya once habían pronunciado su gracia, de pronto presentose el hada decimotercera que, deseando vengarse por no haber sido llamada a la fiesta, sin dudar ni mirar a nadie, exclamó:

  • La princesa se pinchará con un huso en cuanto cumpla los quince años, y caerá muerta-. Y sin añadir otra palabra volvió la espalda y salió de la estancia.


Todos los presentes quedaron aterrados. Quedaba aún el hada duodécima, que no había expresado todavía su don y que, si bien no tenía poder de anular la fatal sentencia, podía sí atenuarla. Se adelantó pues, y dijo:


  • La princesa no quedará muerta, sino durmiendo un sueño profundo que durará cien años.


El Rey ansioso de preservar a su hijita de la desgracia que la amenazaba, promulgó una ley por la que mandaba a quemar todos los husos que hubiera en el reino.Mientras tanto iban apareciendo en la muchacha todas las gracias concedidas por las hadas pues era hermosa, modesta, afable y juiciosa; todo el que la trataba quedaba prendado de ella. El día en que cumplió los quince años, el Rey y la Reina se hallaban ausentes de palacio y la muchacha había quedado sola. Aprovechó la ocasión para recorrerlo todo, entrando en las habitaciones y aposentos en que se le antojaba, y al fin llegó a una antigua torre. Trepando por la estrecha escalera de caracol que conducía a lo alto, encontróse frente a una puertecita. En la cerradura había una llave enmohecida. Dióle la vuelt, abrióse la puerta y apareció, en una pequeña estancia, una mujer muy vieja que, manejando un huso, hilaba laboriosamente su lino.


  • Buenos días, abuelita - dijo la princesa-. ¿Qué estás haciendo?

  • Estoy hilando- dijo la vieja moviendo la cabeza.

  • Y qué es esta cosa que rueda tan alegremente?- preguntó la muchacha y , cogiendo el huso, quiso hilar también. Más apenas lo hubo tocado realizóse la profecía: se pinchó el dedo con él.


En el mismo momento cayó sin sentido sobre la cama que había en el cuarto y quedó profundamente dormida. Y su sueño se propagó por todo el palacio. El Rey y la Reina que acababan de regresar y se hallaban en el salón, quedáronse dormidos, y con ellos, toda la Corte. Y se durmieron los caballos en la cuadra; los perros en el patio; las palomas en el tejado; las moscas en la pared… Hasta el fuego que llameaba en el hogar quedó inmóvil  y dormido, y el asado dejó de cocer, y el cocinero que se disponía a tirar de las orejas al pinche por alguna travesura suya, lo soltó y se quedó dormido. Amainó el viento y en los árboles que rodeaban el palacio ya no se movió ni una sola hoja.

Pero en torno al castillo empezó a crecer un seto de rosales silvestres que cada año adquiría mayor altura y acabó, al fín, por rodear todo el edificio y cubrirlo incluso, de forma que nada se veía en él, ni siquiera el pendón que ondeaba en la torre. Y por todo el país empezó a cundir la leyenda de la hermosa princesa durmiente, a quien llamaron desde entonces Rosa Silvestre. Y de cuando en cuando se presentaban príncipes dispuestos a penetrar en el palacio atravesando el seto espinoso; pero jamás lo conseguían, porque lo rosales, como si tuviesen manos, los aprisionaban y los infelices quedaban sujetos a ellos, sin poder ya soltarse, y morían de una muerte cruel.


Al cabo de muchos años llegó al país el hijo de un Rey, y oyó explicar a un anciano la historia del seto espinoso, dentro del cual había un palacio habitado por una bellísima princesa llamada Rosa Silvestre, que estaba sumida en un profundo sueño junto con el Rey, la Reina y toda la Corte. Sabía también por habérselo oído a su abuelo, que muchos príncipes venido de otros países habían intentado penetrar en el palacio; pero todos habían muerto trágicamente, aprecionados entre los espinos.

Dijo entonces el recién llegado:

  • Pues yo no temo a nada; iré a ver a la princesita durmiente.


Fue inútil que el buen viejo tratara de disuadirlo; el príncipe no hizo caso de sus palabras.


En esto, acababan de transcurrir los cien años y había llegado el día del despertar de la princesa. Cuando el hijo del Rey se aproximó al seto de rosales silvestres, encontróse con grandes y hermosas flores que, apartándose por sí solas, le abrieron paso dejándolo avanzar sin daño, para volverse a cerrar detrás de él en forma de vallado. En el patio del palacio vio los caballeros y los perros de caza, de manchada piel, tumbados durmiendo, y en el tejado las palomas, inmóviles, tenían todas, la cabeza debajo del ala. Y cuando entró en el edificio dormían las moscas en la pared; el cocinero tenía aún la mano extendida como para atrapar al pinche, y la criada continuaba sentada delante del pollo a punto de desplumarlo. Prosiguiendo encontróse en el gran salón con toda la Corte, que yacía en el suelo dormida, y en el trono estaban el Rey y la Reina. Siguió andando, y en todas partes reinaba un silencio absoluto, de forma que podía oír su propia respiración.

Finalmente, llegó a la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto donde dormía Rosa Silvestre. Yacía en la cama, tan hermosa, que el mozo no podía apartar de ella los ojos; luego se inclinó y le dio un beso. No bien le tocaron sus labios, la princesa abrió los ojos, y , despertándose, le dirigió una mirada llena de amor. Bajaron juntos y, despertando al Rey, a la Reina y a los cortesanos todos, quedaron contemplándose mutuamente con ojos de asombro. Y los caballeros del establo se incorporaron y sacudieron; los perros de caza pusiéronse a brincar y menear el rabo; las palomas del tejado sacaron la cabecita de debajo del ala y, echando una mirada a su alrededor, emprendieron el vuelo; las moscas siguieron andando por la pared; avivóse el fuego del hogar, echó llamarada y se puso a cocer la comida; el asado volvió a chirriar; el cocinero dió al pinche un bofetón tan fuerte que lo hizo prorrumpir en chillidos, y la criada terminó de desplumar el pollo. Y con el mayor esplendor  celebróse la boda del príncipe con la princesita, y todos vivieron felices hasta el fin.
















Las doce princesas Bailarinas



Érase una vez un rey que tenía doce hijas, a cual más hermosa. Dormían todas juntas en una misma sala, con las camas alineadas, y por la noche, a la hora de acostarse, el Rey cerraba la puerta con llave y corría el cerrojo. Mas por la mañana, al abrir de nuevo el aposento, advertía que todos los zapatos estaban estropeados de tanto bailar sin que nadie pudiese poner en claro el misterio. Al fin, el Rey mandó pregonar que quien descubriese dónde iban a bailar sus hijas por la noche, podría elegir a una por esposa, y, a la muerte del Monarca, heredaría el trono; pero con la condición de que quien se ofreciese y al cabo de tres días con sus noches no hubiese esclarecido el caso, perdería la vida.


Al cabo de poco tiempo presentóse un príncipe, que se declaró dispuesto a intentar la empresa. Fue bien recibido, y al llegar la noche se le condujo a una habitación contigua al dormitorio de las princesas.


Pusiéronle allí la cama. Él debía averiguar adónde se iban ellas a bailar, y para que no pudiesen hacerlo en secreto o escaparse a otro lugar, dejaron abierta la puerta de la sala. Mas al príncipe le pareció que tenía plomo en los ojos y se quedó dormido; y cuando se despertó por la mañana, encontróse con que las doce habían ido al baile, pues todas tenían agujereadas las suelas de los zapatos. Lo mismo se repitió la segunda noche y la tercera, por lo cual el príncipe fue decapitado sin compasión. Después de él vinieron otros muchos dispuestos a correr la suerte, y todos dejaron la vida en la empresa.


En esto, un pobre soldado que, habiendo recibido una herida, no podía seguir en el servicio, acertó a pasar por las inmediaciones de la ciudad donde aquel rey vivía. Topóse con una vieja, que le preguntó adónde iba.


- Ni yo mismo lo sé - respondióle él y, en broma, añadió -: Me entran ganas de averiguar dónde se desgastan los zapatos bailando las hijas del Rey. Así, un día podría subir al trono.

- Pues no es tan difícil - replicó la vieja -. Para ello, basta con que no bebas el vino que te servirán por la noche y simules que estás dormido -. Luego, dándole una pequeña capa, añadió -: Cuando te la pongas, quedarás invisible y podrás seguir a las doce muchachas.


Con aquellas instrucciones, el soldado se tomó en serio la cosa y, cobrando ánimos, presentóse al Rey como pretendiente. Recibiéronle con las mismas atenciones que a los demás y le dieron vestidos principescos. A la hora de acostarse, lo condujeron a la antesala de costumbre, y, cuando ya se dispuso a meterse en la cama, entró la princesa mayor a ofrecerle un vaso de vino. Pero él se había atado una esponja bajo la barbilla y, echando en ella el líquido, no se tragó ni una gota. Acostóse luego y, al cabo de un ratito, se puso a roncar como si durmiese profundamente. Al oírlo, las princesas soltaron las carcajadas, y la mayor exclamó:


- He aquí otro que podría haberse ahorrado la muerte.


Se levantaron. Abrieron armarios, arcas y cajones y sacaron de ellos magníficos vestidos; y mientras se ataviaban y acicalaban ante el espejo, saltaban de alegría pensando en el baile.

Sólo la más joven dijo:


- No sé. Vosotras estáis muy contentas, y yo, en cambio, siento una impresión rara. Presiento que nos ocurrirá una desgracia.

- Eres una boba - replicó la mayor -. Siempre tienes miedo. ¿Olvidaste ya cuántos príncipes han tratado, en vano, de descubrirnos? A este soldado ni siquiera hacía falta darle narcótico. No se habría despertado el muy zopenco.


Cuando todas estuvieron listas, salieron a echar una mirada al mozo; pero éste mantenía los ojos cerrados y permaneció inmóvil, por lo que ellas se creyeron seguras. Entonces la mayor se acercó a su cama y le dio unos golpes. Inmediatamente, el mueble empezó a hundirse en el suelo, y todas pasaron por aquella abertura, una tras otra, guiadas por la mayor. El soldado, que lo había visto todo, sin titubear se puso su capita y bajó también detrás de la menor. A mitad de la escalera le pisó ligeramente el vestido, por lo cual la princesa, asustada, exclamó:


- ¿Qué es eso? ¿Quién me tira de la falda?

- ¡No seas tonta! - exclamó la mayor -. Te habrás cogido en un gancho.


Llegaron todos abajo, encontrándose en una maravillosa avenida de árboles, cuyas hojas, de plata, brillaban y refulgían esplendorosamente. Pensó el soldado: "Es cuestión de proporcionarme una prueba," y rompió una rama, produciendo un fuerte crujido al quebrarla.

La más joven volvió a exclamar:


- Pasa algo extraño. ¿No oísteis un crujido?

Pero la mayor replicó: - Son disparos de regocijo, por la pronta liberación de nuestros príncipes.


Llegaron luego a otra avenida cuyos árboles eran de oro, y, finalmente, a una tercera, en que eran de diamantes; y de cada una desgajó el soldado una rama, con gran susto de la pequeña; pero la mayor insistió en que eran disparos de regocijo. Prosiguiendo, no tardaron en hallarse a la orilla de un gran río, en el que había doce barquitas, y, en cada una, un gallardo príncipe. Aguardaban a las princesas, y cada cual subió a una en su barca, sentándose el soldado en la de la menor.

Dijo el príncipe:


- No sé por qué, pero esta barca es hoy mucho más pesada que de costumbre. Tengo que remar con todas mis fuerzas para hacerla avanzar.

- Debe de ser el tiempo - respondió la princesa -. Hoy está bochornoso, y también yo me siento deprimida.


En la orilla opuesta levantábase un magnífico y bien iluminado castillo, de cuyo interior llegaba una alegre música de timbales y trompetas. Entraron en él, y cada príncipe bailó con su preferida. Y también el soldado bailó, invisible, y cuando la princesa menor levantaba un vaso de vino, él se lo bebía, vaciándolo antes de que llegase a los labios de la muchacha, con el consiguiente azoramiento de ella; pero la mayor siempre le imponía silencio. Duró la danza hasta las tres de la madrugada, hora en que todos los zapatos estaban agujereados y hubieron de darla por terminada. Los príncipes las devolvieron a la orilla opuesta, y esta vez el soldado se embarcó con la mayor. En la ribera se despidieron de sus acompañantes, prometiéndoles volver a la noche siguiente.


Al llegar a la escalera, el soldado pasó delante y se metió en su cama. Cuando las doce muchachas entraron fatigadas y arrastrando los pies, reanudó él sus ronquidos, y ellas, al oírlos, dijéronse entre sí:


- ¡De éste nos hallamos seguras!


Desvistiéronse, guardando sus ricas prendas y, dejando los estropeados zapatos debajo de las respectivas camas, se acostaron. A la mañana siguiente, el soldado no quiso decir nada, deseoso de participar de nuevo en la magnífica fiesta, a la que concurrió la segunda noche y la tercera. Todo discurrió como la primera vez, durando el baile hasta el desgaste total de los zapatos. La tercera noche, empero, el soldado se llevó una copa como prueba. Cuando sonó la hora de rendir cuentas, cogió el mozo las tres ramas y la copa y se presentó al Rey, mientras las doce hermanas escuchaban detrás de la puerta lo que decía. Al preguntar el Rey:


- ¿Dónde han estropeado mis hijas sus zapatos? - respondió él:

- Bailando con doce príncipes en un palacio subterráneo ­ y relató cómo habían ocurrido las cosas, aportando en prueba las ramas y la copa.


Mandó entonces el Rey que compareciesen sus hijas, y les preguntó si el soldado decía la verdad. Al verse ellas descubiertas, y que de nada les serviría el seguir negando, hubieron de confesar. Entonces preguntó el Rey al soldado a cuál de ellas quería por mujer.


- Como ya no soy joven, dadme a la mayor - contestó.


El mismo día se celebró la boda, y el Rey lo nombró heredero del trono. En cuanto a los príncipes, quedaron encantados durante tantos días como noches habían bailado con las princesas.



Colorin colorado este cuento se ha terminado





Caperucita Roja y el Lobo


Había una vez una dulce niña, a la que todo el mundo le gustaba, pero sobre todo la adoraba su abuela, una vez con sus propias manos le tejió una caperuza de terciopelo rojo. Debido a que le iba muy bien, y que ella se la ponía todo el tiempo, llegó a ser conocida como Caperucita Roja.
Un día, su madre le dijo:

 - Ven, Caperucita Roja, aquí tienes un pedazo de bizcocho y una botella de vino, llévaselos a tu abuela, ella está enferma y débil, y le harán bien. Saludala de mi parte, ten mucho cuidado por el camino y nunca salgas de él, podrías lastimarte o lastimar la cesta con la comida para tu abuela.

Caperucita Roja prometió obedecer a su madre. La abuela vivía al otro lado del bosque, a media hora del pueblo. Cuando Caperucita Roja entró en el bosque un lobo empezó a seguirla y observarla desde la espesura, y cuando cuando ya estaba en la mitad del bosque, saltó al camino y empezó a preguntarle cosas, ella era una niña muy inocente y buena, y no sabía que aquel animal tan perverso era malvado, y no le tenía miedo.

-Buenos días, Caperucita Roja

-Buenos días, lobo.

-¿Adónde vas tan temprano, Caperucita Roja?

-A visitar a mi abuela.

-¿Y qué llevas debajo de tu delantal?

- Mi abuela está enferma y débil, y le estoy llevando un poco de pastel y vino, que pensamos que deben darle fuerzas.

- Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?

- Su casa está al salir del bosque, siguiendo este camino, está a las afueras del pueblo, debajo de los tres robles grandes, tiene un seto de avellanos, debes conocer el lugar -dijo Caperucita Roja.

El lobo pensó para sí mismo «Que dos buenos bocado para llevarse a la boca, ¿cómo podré atraparlas?
Entonces él dijo:
Escucha, Caperucita Roja, ¿no has visto las hermosas flores que están floreciendo en el bosque? ¿Por qué no vas a echar un vistazo y también podrás oír lo bien que cantan los pajaritos, seguro que podrás disfrutar de todas las cosas bonitas que tiene el bosque.
Caperucita Roja abrió los ojos y vio la luz del sol rompiendo entre los árboles y cómo el suelo estaba cubierto de hermosas flores. Ella pensó: «Voy a recoger un bonito ramo de flores para mi abuela, se pondrá muy contenta. De todos modos, todavía es temprano, y voy a llegar a su casa en un momento.» Y corrió hacia el bosque buscando flores. Cada vez que encontraba una bonita flor, veía otra aún más bonita, y corría tras ella, alejándose más y más del camino.
Mientras tanto, el lobo corrió directamente a la casa de la abuela y llamó a la puerta, TOC, TOC, TOC

- ¿Quién está ahí?

- Caperucita Roja. Te traigo un poco de pastel y vino, abre la puerta.

Sólo levanta el pestillo - gritó la abuela- Estoy demasiado débil para levantarme.
El lobo presionó el pestillo, y la puerta se abrió. Entró, fue directamente a la cama de la abuela y se la comió. Luego se puso el camisón de la abuela, y el gorro, y después de cerrar las cortinas, se metió en la cama.
Caperucita Roja había estado recogiendo flores, hasta tener un precioso ramo para regalar a su abuela. Cuando llegó, encontró, para su sorpresa, que la puerta estaba abierta. Entró , y todo parecía tan extraño que pensó: «¡Oh, Dios mío, ¿por qué me siento tan mal?, por lo general me gusta la casa de mi abuela». Luego se acercó hacia la cama y retiró las cortinas. La abuela estaba tapada con las sábanas, con su cofia y a ella le parecía muy extraña.

-¡Oh, abuela, qué orejas más grandes tienes!

- Para escucharte mejor.

-¡Oh, abuela, qué ojos tan grandes tienes!

- Para verte mejor.

-¡Oh, abuela, qué manos más grandes tienes!

-¡Para cogerte mejor!

-¡Oh, abuela, qué boca tan grande tienes!

-¡Para comerte mejor! Y salto de la cama, sobre Caperucita Roja y se la comió.

Tan pronto como el lobo terminó este sabroso bocado, volvió a la cama, se durmió y empezó a roncar muy fuerte.
Un cazador que pasó cerca de la casa. Pensó que era raro que la vieja roncaba tan fuerte, por lo que decidió echar un vistazo. Entró y en la cama estaba el lobo que el cazador había estado buscando por el bosque durante tanto tiempo. El cazador pudo darse cuenta que el lobo acababa de comerse un gran bocado, y pensó que sería la abuela, y pensó que aún podría salvarla. “No le dispararé”, así que tomó unas tijeras y abrió el vientre del lobo.
Había cortado solo una pequeña parte de la barriga del lobo, cuando ya pudo ver como brillaba el gorro de Caperucita Roja, cortó un poco más y la muchacha saltó y gritó:

-¡Oh, estaba tan asustada, estaba tan oscuro dentro de la barriga del lobo!

Y entonces la abuela salió con vida también. Entonces Caperucita Roja buscó algunas grandes piedras pesadas. Le llenaron el cuerpo del lobo con ellas, y cuando se despertó y trató de huir, las piedras eran tan pesadas que cayó muerto.
Los tres estaban contentos. El cazador cogió la piel del lobo. La abuela se comió el pastel y bebió el vino que Caperucita Roja había traído. Y Caperucita Roja pensó para sí misma:

 «Mientras viva, nunca abandonaré el camino y nunca hablaré con extraños.»


También cuenta que en otra ocasión cuando Caperucita Roja le llevaba otros alimentos a su abuela, se encontró con otro lobo, que también le dijo que se desviara del camino, pero Caperucita Roja no le hizo caso, y se fue rápidamente a casa de su abuela, y se lo contó todo. Y las dos se prepararon por si el lobo las visitaba.

-Ven -dijo la abuela-. Cerremos la puerta para que no pueda entrar.

Poco después, el lobo llamó a la puerta y gritó:

-Abre, abuela, soy Caperucita Roja, y te cosas muy buenas que ha preparado mi mama.

Permanecieron en silencio y no abrieron la puerta. El feroz lobo dio varias vueltas a la casa, pero como no pudo entrar por ninguna puerta ni ventana, dio un salto y se escondió sobre el tejado, intentaba esperar a que Caperucita Roja saliera de la casa en dirección al bosque, y atacarla por el camino.

-Trae una olla, Caperucita Roja -dijo-. «Ayer cociné salchichas, lleno la gran olla con agua y unas cuantas salchichas, y las puso a hervir.

El olor de la salchichas llegó hasta el buen olfato del lobo, que intentó descender por la chimenea, pero no puedo sujetarse y cayó dentro de la gran olla que tenía agua hirviendo, y allí murió al instante. Y Caperucita Roja y su abuela pudieron vivir felices y tranquilas desde ese momento







Juan de Hierro
Hermanos Grimm


Érase una vez un rey que tenía un gran bosque junto a su palacio,
poblado de caza de toda especie. Un día envió a un montero con encargo
de matar un ciervo; pero el hombre no regresó. "Tal vez le haya ocurrido
algo," pensó el Rey, y, al día siguiente, mandó a otros dos monteros en
su busca; pero tampoco volvieron. Al tercer día hizo llamar a todos los
monteros de la Corte, y les dijo:
- Recorred todo el bosque y no cejéis hasta haber encontrado a los
tres desaparecidos.
Pero tampoco regresó ninguno del grupo, ni se supo nada más de
los perros de la jauría que llevaban con ellos.
A partir de entonces, nadie se atrevió ya a aventurarse en aquel
bosque, que quedó silencioso y solitario, sólo de tarde en tarde veíase
volar sobre él un águila o un azor. Así pasaron muchos años, hasta que
un día presentóse al Rey un cazador forastero y, pidiéndole provisiones y
vituallas, ofrecióse a penetrar en el peligroso bosque. El Rey, empero, se
negó a ello, diciéndole:
- Es un lugar siniestro. Me temo que no tendrás mejor suerte que
los otros, y que no saldrás de él.
Pero el cazador insistió:
- Dejádmelo intentar por mi cuenta y riesgo, señor; yo no conozco
el miedo.
Y el cazador se internó en el bosque, seguido de su perro. Al poco
rato, el animal venteó una pieza y se puso a perseguirla; mas apenas
hubo avanzado unos pasos, encontróse ante un profundo charco, que lo
obligó a detenerse. Un brazo desnudo salió del agua y, apresando al
perro, sumergióse de nuevo con él. Al verlo, el cazador retrocedió en
busca de tres hombres provistos de cubos, con los cuales vaciaron el agua
de la charca. Cuando quedó el fondo al descubierto, apareció un individuo
de aspecto salvaje, con el cuerpo bronceado como de hierro oxidado, y
una cabellera que le cubría el rostro y le llegaba hasta las rodillas.
Atáronlo con cuerdas y lo condujeron al palacio, donde su aspecto produjo
enorme extrañeza. El Rey mandó encerrarlo en una jaula de hierro y
prohibió, bajo pena de muerte, que nadie abriese la puerta, confiando la
custodia de la llave a la Reina en persona. A partir de aquel momento,
todo el mundo pudo transitar por el bosque sin peligro.
Tenía el Rey un hijo de ocho años que, jugando un día en el patio
del palacio, al tirar su pelota de oro, se le fue a caer dentro de la jaula.
Corrió allí el pequeñuelo y dijo:
- ¡Dame la pelota!
- Antes tienes que abrirme la puerta - respondióle el prisionero.
- No - replicó el niño -, no haré tal cosa; el Rey lo ha prohibido - y
escapó corriendo. Al día siguiente volvió a reclamar su pelota, y el
hombre insistió:
- ¡Ábreme la puerta! -; mas el pequeño no quiso.
Al tercer día, habiendo salido el Rey de caza, volvió a la carga el
rapaz y le dijo:
- Aunque lo quisiera, no podría abrir la puerta; no tengo la llave.
Replicóle entonces el salvaje
- Está debajo de la almohada de tu madre; allí la encontrarás.
El niño, deseoso de recuperar su juguete, acalló todos los reparos y
fue a buscar la llave. Abrióse la puerta pesadamente, y el pequeño se
cogió los dedos en ella. Salió el salvaje, y después de devolver la pelota al
principito, apresuróse a huir. Pero al chiquillo le entró miedo, y,
rompiendo a llorar, lo llamó:
- ¡Salvaje, no te marches! Si te escapas, me pegarán.
Retrocedió el fugitivo y, cargándose al pequeño en hombros, corrió
a esconderse en el bosque.
Al regresar el Rey y ver vacía la jaula, preguntó a la Reina qué
había ocurrido. Pero ella no sabía nada. Subió a buscar la llave, y no la
encontró. Llamó al niño, pero no le respondió nadie. Entonces el Rey
envió gente a los alrededores en busca de su hijo; mas todos regresaron
sin noticias de él. No era difícil adivinar lo ocurrido, y la Corte fue presa
de una gran aflicción. Mientras tanto, el salvaje había vuelto a su
tenebroso bosque. Bajó al pequeñuelo de su hombro y le dijo:
- No volverás a ver a tu padre ni a tu madre; pero te guardaré a mi
lado, pues me has devuelto la libertad y te tengo lástima. Si haces cuanto
te diga, lo pasarás muy bien. Poseo más oro y riquezas que nadie en el
mundo.
Preparó para el muchachito un lecho de musgo, y la criatura no
tardó en dormirse. Al día siguiente, el hombre lo condujo al borde de un
manantial y le dijo:
- ¿Ves? Esta fuente de oro es límpida y clara como cristal; siéntate
en la orilla y ten cuidado de que no caiga nada en ella, pues quedaría
impura. Todos los días, al atardecer, vendré a comprobar si has cumplido
mi orden.
Sentóse el niño al borde del manantial y pudo ver que de vez en
cuando aparecía en sus aguas un pez o una serpiente oro, mientras él
vigilaba que no cayese nada en ellas. Hallándose así sentado, de pronto
sintió en el dedo un dolor tan intenso que, maquinalmente, lo sumergió
en el agua. Aunque lo retiró en seguida, le quedó dorado; y por más que
hizo no pudo borrar el oro.
Al anochecer, presentóse el hombre de hierro y, mirando al niño, le
preguntó:
- ¿Qué le ha pasado a la fuente?
- Nada, no le ha pasado nada - respondió el pequeño, escondiendo
la mano en la espalda para que no le viese el dedo. Pero el hombre le
dijo:
- Has metido el dedo en el agua. Por esta vez te perdono; mas
guárdate de volver a meter nada en ella.
A la mañana siguiente, el chiquillo reanudó su guardia al borde del
manantial. El dedo le dolía de nuevo, y él se lo restregó en la cabeza;
pero tuvo la desgracia de que le cayese un cabello al agua, y aunque se
dio prisa en sacarlo, estaba ya completamente dorado. Al llegar el hombre
de hierro, ya sabía lo ocurrido.
- Has dejado caer un pelo en el agua - le dijo -. Otra vez te lo
perdono. Pero si vuelve a suceder, la fuente quedará mancillada, y no
podrás seguir viviendo conmigo,
Al tercer día, el muchachito estaba junto a la fuente sin mover el
dedo, aunque le dolía mucho. Como el tiempo se le hacía largo, quiso
mirarse en el espejo de la fuente, y, al inclinar la cabeza para verse bien
la cara, sus largos cabellos, que le llegaban a los hombros, se le mojaron
en el agua, y, aunque los retiró inmediatamente, salieron dorados y
brillantes como el sol. Ya podéis imaginar el espanto del pobre niño. Tomó
el pañuelo y se lo arrolló en la cabeza para que el hombre de hierro no lo
viese.
Pero cuando éste vino, ya lo sabía todo y dijo:
- ¡Quítate el pañuelo! - y aparecieron los dorados bucles. Intentó
disculparse el pequeño, pero de nada le sirvió.
- No has superado la prueba, y no puedes seguir aquí. Márchate a
correr mundo. Así sabrás lo dura que es la pobreza. Pero como tienes
buen corazón, y yo quiero tu bien, te concederé un favor. Cuando te
encuentres en un apuro, corre al bosque y grita: "¡Juan de hierro!."
Acudiré en tu auxilio. Mi poder es grande, mayor de lo que tú crees, y
tengo oro y plata en abundancia.
El principito salió del bosque y se puso en marcha, por caminos
trillados y no trillados, hasta que al fin llegó a una gran ciudad. Buscó en
ella trabajo, pero no pudo encontrarlo, pues nada le habían enseñado
para ganarse el sustento. Finalmente, presentóse en el palacio del Rey y
preguntó si lo querían como criado. La gente de la Corte no sabía qué
hacer de él; pero como les resultó simpático, le permitieron quedarse. Al
fin, el cocinero lo tomó a su servicio, diciendo que podría ir por leña y por
agua y recoger las cenizas.
Un día en que estaban ausentes los camareros, el cocinero le
mandó que sirviese la comida a la mesa real; pero el chiquillo, no
queriendo que se viese su cabellera de oro, dejóse puesto el casquete. Al
Rey nunca le había ocurrido una cosa semejante y le dijo:
- Cuando te presentes a servir la mesa real debes descubrirte.
- ¡Oh, Señor! - justificóse el niño -, no me atrevo, pues tengo tiña.
El Rey mandó llamar al cocinero y le riñó por haber tomado a su
servicio a aquel chiquillo, ordenándole que lo despidiese en el acto. El
cocinero, sin embargo, apiadándose del pequeño, lo cambió por el mozo
del jardinero.
Desde entonces, el muchacho hubo de pasarse las horas en el
jardín, plantando y regando, cavando y azadonando, expuesto al viento y
a la intemperie. Un día de verano en que estaba trabajando solo, el calor
era tan tórrido que se quitó el casquete para que le diese el aire. Al
reflejarse los rayos del sol en su cabello, el brillo y centelleo de éste fue a
proyectarse en la habitación de la princesa. Ésta saltó de la cama para
averiguar de dónde venía el reflejo. Viendo al chiquillo, le gritó:
- ¡Muchacho, tráeme un ramo de flores!
Apresuróse él a ponerse de nuevo el casquete y, cogiendo unas
flores silvestres, hizo de ellas un ramillete. Cuando subía la escalera para
llevárselo a la princesa, encontróse con el jardinero.
- ¿Cómo se te ocurre llevar a la princesa un ramo de flores tan
vulgares? - riñóle el hombre. Vuelve al jardín, deprisa, y elige las más
raras y bellas.
- No - respondió el pequeño -. Las silvestres huelen mejor y le
gustarán más.
Al entrar en la habitación, díjole la hija del Rey:
- Quítate el sombrero. No puedes presentarte ante mí con la cabeza
cubierta.
Pero él volvió a justificarse como la vez anterior:
- No puedo, tengo tiña.
La doncella le quitó el casquete con un gesto brusco, y la dorada
cabellera se le soltó sobre los hombros, y era tan bonita que daba gloria
verla. Quiso escapar el niño; pero ella lo retuvo, cogiéndolo del brazo, y le
dio un puñado de ducados. El niño, que no hacía ningún caso del dinero,
fue a entregar las monedas al jardinero:
- Las regalo a tus hijos para que jueguen con ellas - le dijo.
A la mañana siguiente volvió a mandarle la princesa que le trajese
un ramillete de flores del campo, y, cuando se presentó con él, quiso
quitarle también el sombrerito; pero el muchacho lo mantuvo sujeto con
ambas manos. Diole ella otro puñado de ducados, que el niño regaló al
jardinero para sus hijos, como la víspera. La misma escena repitióse el
tercer día. La princesa no pudo quitarle el casquete, y el chiquillo no quiso
guardarse el dinero.
Al poco tiempo, el país entró en guerra. El rey convocó a sus tropas,
dudando de si podría resistir al enemigo, que era muy poderoso y tenía
un ejército inmenso. Dijo entonces el mozo jardinero:
- Ya soy mayor y quiero ir a la guerra. Dadme un caballo.
Los otros echándose a reír, le replicaron:
- Cuando hayamos partido, te lo buscas. Te dejaremos uno en el
establo.
Y, efectivamente, cuando ya hubo marchado la tropa, bajó él a la
cuadra y sacó de ella al animal, que era cojo de una pata y avanzaba
renqueando. Montó en él, a pesar de todo, dirigiéndose al tenebroso
bosque y, al llegar a la orilla, gritó por tres veces: "¡Juan de hierro!," tan
fuertemente, que su voz resonó a través de los árboles.
Enseguida se presentó el salvaje y le preguntó:
- ¿Qué quieres?
- Quiero un buen corcel, pues voy a la guerra.
- Lo tendrás, y más aún de lo que pides.
El salvaje volvió a internarse en el bosque, y al poco rato salía de él
un mozo de cuadra conduciendo un hermoso caballo que resoplaba por
las narices y parecía indómito. Detrás venía una hueste de tropas con
armaduras de hierro y espadas que centelleaban al sol. El muchacho
entregó al mozo de cuadra su cojo jamelgo y, montando el brioso corcel,
púsose al frente de la tropa. Al aproximarse al campo de batalla, buena
parte del ejército del Rey había caído ya, y el resto estaba a punto de
darse a la fuga. Atacó entonces el joven con sus guerreros, y, cargando
sobre el enemigo como un huracán, derribó cuanto se oponía a su paso.
Las tropas adversarias trataron de huir, pero el joven se lanzó en su
persecución y las aniquiló. Luego, en vez de dirigirse al Rey, condujo a su
hueste al bosque, por caminos desviados, y llamó de nuevo a Juan de
hierro.
- ¿Qué quieres? - preguntó el salvaje.
- Quédate con tu corcel y tu hueste, y devuélveme mi caballo cojo.
Hízose como pedía, y el muchacho emprendió el regreso al palacio
montado en su rocín.
Cuando el Rey llegó a la Corte, salió su hija a recibirlo y lo felicitó
por su victoria.
- No he sido yo el vencedor - respondióle el Rey -, sino un caballero
desconocido que acudió en mi ayuda al frente de sus tropas.
Quiso la princesa saber quién era el tal caballero, pero su padre lo
ignoraba.
- Lo único que puedo decirte - añadió - es que se lanzó en
persecución del enemigo, y ya no lo he vuelto a ver.
Ella fue al jardinero a preguntarle por su ayudante, y el hombre,
echándose a reír, dijo:
- Acaba de llegar en su jamelgo cojo, y todo el mundo lo ha recibido
con burlas, exclamando: "¡Ahí viene nuestro héroe!." Y al preguntarle:
"¿Dónde estuviste durmiendo durante la pelea?," él ha replicado: "He
hecho una buena labor; sin mí, lo habríais pasado mal." Y todos han
soltado la carcajada.
Dijo el Rey a su hija:
- Quiero organizar una gran fiesta que dure tres días y tú arrojarás
una manzana de oro. Tal vez se presente el desconocido.
Cuando anunciaron la fiesta, el mozo se fue al bosque y llamó a
Juan de hierro.
- ¿Qué quieres? - preguntóle éste.
- Ser yo quien coja la manzana de oro de la princesa.
- Puedes darla por tuya - respondió Juan de hierro -. Te daré una
armadura roja y montarás un brioso alazán.
Al llegar la fecha señalada apareció el mozo al galope, y situándose
entre los restantes caballeros, no fue reconocido por nadie. Adelantóse la
princesa y arrojó una manzana de oro. Nadie la cogió sino él, pero no bien
la tuvo en su poder, escapó a toda velocidad. Al segundo día, Juan de
hierro le dio una armadura blanca y un caballo del mismo color.
Nuevamente se apoderó de la manzana, y otra vez se alejó con ella sin
perder momento.
Irritóse el Rey y dijo:
- Esto no está permitido; debe presentarse y decir su nombre.
Y dio orden de que, si volvía a comparecer el caballero de la
manzana, se le persiguiese si intentaba escapar, y se le diese muerte si
se negaba a obedecer.
El tercer día Juan de hierro le proporcionó una armadura y un
caballo negro, y él volvió a quedarse con la manzana. Al huir con ella,
persiguiéronle los hombres del Rey, llegando uno tan cerca, que lo hirió
en una pierna con la punta de la espada. No obstante, el caballero logró
fugarse; pero eran tan formidables los saltos que pegaba su caballo, que
cayéndosele el yelmo, sus perseguidores pudieron ver que tenía el cabello
dorado. Al regresar a palacio se lo explicaron al Rey.
Al día siguiente, la princesa preguntó al jardinero por su ayudante.
- Está en el jardín, trabajando. Es un mozo muy raro. Estuvo en la
fiesta y no regresó hasta ayer. Además, enseñó a mis niños tres
manzanas de oro que había ganado.
El Rey lo hizo llamar a su presencia, y el muchacho se presentó,
pero también sin descubrirse. Mas la princesa se le acercó, le quitó el
sombrero, con lo cual la cabellera le cayó en dorados bucles por encima
de los hombros, apareciendo el muchacho tan hermoso, que todos los
presentes se pasmaron.
- ¿Fuiste tú el caballero que estuvo los tres días en la fiesta, cada
uno con diferente armadura, y ganaste las tres manzanas de oro? -
preguntó el Rey.
- Sí - respondió el mozo -, y ahí están las manzanas - y, sacándolas
del bolsillo, las alargó al Rey -. Y si todavía queréis más pruebas, podéis
ver la herida que me causaron vuestros hombres al perseguirme. Y
también soy yo el caballero que os dio la victoria sobre vuestros
enemigos.
- Si realmente puedes realizar semejantes hazañas, no has nacido
para mozo de jardín. Dime, ¿quién es tu padre?
- Mi padre es un Rey poderoso, y, en cuanto a oro, lo tengo en
abundancia, todo el que quiero.
- Bien veo - dijo el Rey - que estoy en deuda contigo. ¿Puedo
pagártelo de algún modo?
- Sí - contestó el mozo -, sí podéis: dadme por esposa a vuestra
hija.
Echóse a reír la princesa y dijo:
- ¡Éste no se anda con cumplidos! Ya había notado yo en su
cabellera dorada que no era un ayudante de jardinero - y, acercándosele,
le dio un beso.
A la boda estuvieron presentes sus padres, locos de alegría, pues
habían ya perdido toda esperanza de volver a ver a su hijo querido. Y
cuando ya se habían sentado a la espléndida mesa, cesó de repente la
música, se abrieron las puertas y entró un rey de porte majestuoso,
seguido de un gran séquito. Se dirigió al príncipe, lo abrazó y le dijo:
- Yo soy Juan de hierro. Me habían hechizado, transformándome en
aquel hombre salvaje; pero tú me has redimido. Tuyos son todos los
tesoros que poseo.

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La esperanza de la Primavera